Vivía una tejedora
dedicada a su pasión:
tejía días y horas
sin descanso o dilación.
Cada retal era una historia,
cada hilo una canción
que unía sin demora
las tramas de la acción.
Todas aquellas historias
salían de su corazón;
y le preguntaba, observadora,
su hija con emoción:
- ¿Qué cuento, qué memoria
tejes madre en esta ocasión?
- "Las Garras de Eris" toca ahora,
escucha con atención.
"Cuando el mundo era joven todavía,
las tierras que lo formaban eran misteriosas todavía, las criaturas que lo
habitaban eran extrañas todavía y muchas de las historias que acontecieron eran
recuerdos sin importancia todavía y, por lo tanto, nunca serían contadas.
Pero algunas sí sobrevivieron.
Algunas se antojaron tan fantásticas e increíbles a ojos de aquellos que las
vivieron que ellos mismos parecieron dudar de la fiabilidad de sus sentidos y
decidieron asegurarse de que perduraban en los recuerdos de cada erlino para
que todos ellos las juzgasen a su parecer.
Ésta es una de ellas.
Eran tiempos de salvajismo y eran
tiempos de terror. Eran tiempos de ignorancia sobre el tiempo; y el espacio; y
la vida. Eran tiempos de existencias vacías y codicias plenas. Era tiempo de
hallar límites y romperlos, de ir un paso más allá... en la mayoría de las
ocasiones por las razones equivocadas.
Cuando los erlinos creyeron dominar la tierra firme
que habitaban, el primer límite fue alcanzado y ello les obligó a dirigir sus
miradas al inmenso océano y sus profundidades.
Las aguas de Nabia eran por lo general cálidas,
transparentes y llenas de animales pacíficos... excepto unas Marismas Gélidas
situadas en el extremo meridional del mundo. Muchos se acercaron y muchos las
bordearon, pero fueron aquellos que se sumergieron en ellas los que nunca más
volverían a salir. Se decía que la misma muerte moraba en aquél infierno y no
eran pocos los que perjuraban haber visto sus negros tentáculos escamados asomar
sobre la superficie.
Y la leyenda creció como crecen los árboles, de una
raíz oculta salió un tronco único y fuerte, ramificado en mil direcciones con
un fruto distinto en cada extremo. Pero aunque verdades haya muchas, la
auténtica realidad tan sólo puede ser una.
Se dice y se cuenta –como se acostumbra a hacer
cuando lo extraño acontece- que hubo en una ocasión una buena muchacha, hija de
una buena mujer, que se escapó de casa para explorar animada por la curiosidad
de su juventud. Andando y andando llegó hasta el confín del mundo, donde
perdida entre altas rocas, comenzó a llorar su desdicha, naciendo de sus ojos
dos ríos de miedo y terror: Phobos y Deimos, los dos torrentes que barrerán por
siempre las penas silenciosas de los Montes Lágrima.
Aún desorientada y no pudiendo soportar su dolor,
tuvo la suerte o desgracia de encontrar el abismo que se cernía sobre la
pesadilla de marineros y exploradores. Y saltó. Saltó a aquél infierno la pobre
criatura, esperando en la muerte el perdón por su imprudencia. Las marismas la
acogieron y ella se dejó ir... pero su hora no había llegado.
Unas garras poderosas pero gentiles rodearon su
cuerpo, la acunaron y la arrastraron, y sintió bajo sus manos escamas frías como
el hielo y más escurridizas que el agua misma. <<La muerte me acoge y
me lleva>> pensó la pequeña antes de perder el conocimiento.
Cuando por fin despertó, alguien o algo arrastraba
su cuerpo sobre la arena, mientras unas voces gritaban a lo lejos. Varias recolectoras
de moluscos se acercaban corriendo en su dirección, seguramente temiendo
encontrar un cadáver a medio devorar. Pero la niña estaba viva; viva y
suficientemente consciente para ver por sí misma cómo aquella gran serpiente
negra de ojos rojos desaparecía de nuevo en el agua con calma y determinación.
Y ella esperó en silencio, sosteniendo en su mano
un anillo dorado, acariciándolo hasta que el sonido de su inscripción acudió a
sus labios: Eris. Un bello siseo de agradecimiento para una delicada
lengua silbante.
Nadie volvió a ver nunca a la serpiente.
Muchos dudaron de la historia, sí. Otros la
creyeron una confusión. También muchos trataron de buscarla y fracasaron en el
intento, perdiendo su tiempo, sus esfuerzos y en ocasiones hasta sus vidas, tal
y como había sido siempre. Pero nadie más, ni hombre ni mujer, saldría nunca con
vida de aquellas marismas.
Sólo aquella niña, la única que no quiso volver,
regresó; la única que no quería un tesoro, lo encontró. Sólo aquella que se
entregó a la perdición fue salvada de ella por el gran corazón de un gran
monstruo; por las cálidas garras de la gélida Eris."