miércoles, 13 de marzo de 2013

La manzana y su manzano.

Un día una manzana
al suelo se cayó,
rebotó sobre la hierba
y en la tierra se hundió.
Pequeños animales
corrían a su alrededor,
el rocío la acariciaba
y la observaba el sol.
Guardaba la manzana
celosa en su corazón
un espíritu propio,
su alma en su explendor.
El manzano, cerca de allí,
contemplaba con orgullo y pasión
al pequeño y débil fruto,
falsa promesa de reencarnación.
La pequeña manzana, un día,
de pronto desapareció
y, en su lugar, crecieron ramas,
un tronco, hojas, una flor...
Las raíces sujetaban al suelo
un árbol digno de admiración
que surgió de una manzana,
regado por el agua y el sol.
Aún así el árbol fue un árbol;
no un reflejo, copia, u opción,
fue su propio espíritu libre,
escribió su propia canción,
cobijó a sus propios pájaros,
se meció en el aire con amor;
sin olvidar de dónde venía
pero escogiendo su propia dirección,
pues al final sólo somos quienes somos,
sin importar la manzana, semilla o flor.



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