miércoles, 6 de marzo de 2013

La maleta del náufrago



   Os voy a contar mi historia, una historia extraña pero no inusual, una reacción mala pero bastante habitual. Os voy a contar la historia de mi naufragio.

   Me llamo Santiago, Santiago Ferrer Ordóñez y soy un español de a pie, como otro cualquiera, de clase media. Mi trabajo consiste en proporcionar nuevas relaciones de negocios para una pequeña empresa y suelo viajar al extranjero con frecuencia, aunque siempre en avión... hasta hace un mes.

   Poco antes de mi último viaje, una llamada de última hora desde administración me comunicó que existían ciertos problemas con el vuelo y que, para llegar a tiempo, debía tomar un ferry esta vez. Para mis oídos, sonó tedioso. ¿Quién diría que se convertiría en la mayor lección de mi vida?

   Una vez embarcado, los desastres comenzaron a sucederse unos de otros: Mi maleta debía quedarse conmigo todo el trayecto, lo que suponía un primer estorbo; el dichoso barco estaba plagado de adolescentes gritones que volvían de una excursión; el barco comenzó a tambalearse demasiado por la diferencia de corrientes, provocándome un mareo;...

   Antes de que pudiese recuperarme y ser consciente de lo que pasaba, el barco se paró. No sé muy bien por qué ni encontré quién supiese o quisiese explicármelo de nuevo. Sólo sé que se paró. Que la gente recogió todas sus pertenencias. Que nos hicieron dirigirnos hacia un extremo. Que, cuando quise darme cuenta, me encontraba embutido en un chaleco salvavidas a bordo de una barca hinchable... con parte del grupo de graciosillos ruidosos.

   Sí, he dicho graciosillos. Sí, era sarcasmo. Sí, liaron alguna estupidez en la barca... Nada más y nada menos que sacar una navaja de viaje y pincharla. ¿Conclusión? Nos fuimos todos al agua: los chavales, el encargado de nuestra barca, yo... y mi maleta, que en ese momento decidió que era hora de despegar sus alas e intentar volar... Lo que para ella significó abrirse de golpe y dejar “volar” todas las pertenencias que tenía en su interior.

   No lo dudé ni un segundo, hinché mi chaleco y nadé hacia la solitaria pieza de tela cuyo relleno flotaba ingenuamente a su alrededor. El encargado de nuestra barca me insistía en que volviese, que me agarrase a los restos de la embarcación, pero yo no le oí. O no quería oírle.

   Comencé a llenar la maleta con mis cosas. Una a una. Durante varios interminables minutos me esforcé en recolectar todas las piezas que aparecían en mi camino, poniéndolas “a salvo”, cargando con todas ellas. Al fin y al cabo, eran mías, era yo quien debía guardarlas a buen recaudo. ¿Qué clase de buen ciudadano deja que sean los demás quienes carguen sin merecerlo con sus penas? Yo no, desde luego.

   Pero como el avaro cuya historia le relata Patronio al Conde Lucanor, a pesar de mi chaleco, por el peso de la maleta comencé a hundirme. El encargado de la barca me lo decía a gritos, pero no le oí. O no quería oírle.

   Durante angustiosos minutos, intenté nadar de regreso hacia la nueva balsa que había acudido en nuestra ayuda. Nadé con toda la fuerza de mis piernas y uno de mis brazos. Traté de respirar hondo y avanzar deprisa, pero mi peso me frenaba. Yo no me daba cuenta de cuán aparatosa era mi carga inútil y ya inservible o, quizá, tampoco quería darme cuenta...

   Hasta que, en el último arrebato de desesperación, la solté. De golpe. Sin miedo. Y contemplé cómo se hundía sin ningún tipo de nostalgia o pesar... Y reí. Reí muy fuerte. Dejé que el aire inundase mis pulmones con mi risa, mientras mis extremidades alcanzaban juntas mi cercana salvación.



   Esa es la historia que quería contarles. Esa fue mi revelación. Me afanaba en agarrarme a algo que me hacía daño, a algo que me estaba ahogando y me impedía avanzar. Me agarraba al miedo de perder algo que ya había perdido... o que quizá ni siquiera nunca tuve... Y cuya descarga me liberó.

   No espero que nadie me aclame ni recuerde por ello. No espero una gran fiesta ni grandes homenajes... Ni siquiera espero que recuerden mi nombre ni mi historia. Yo sólo pretendía contarla. Hacerles pensar un poco y después seguir adelante: guardando lo que es importante y soltando sin reparos todo aquello que, en el fondo, me acabaría quemando por dentro.



   Buenas noches, amigos.

   Santiago Ferrer Ordóñez





3 comentarios:

  1. El conde Lucanor, dioooos. Me acuerdo de cuando tuve que leermelo en el instituto. Anyways, me gusta. Mucho. Creo. :)

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  2. Realmente impresionante, hija. Cuánta gente debería leer esto que has escrito y reflexionar.

    Cuánta gente debería dejar ahogarse su maleta...

    Un beso enorme de tu madre que será siempre tu balsa salvavidas... Aunque la pinchen y la hundan, siempre tendrá un resquicio de aliento para sostenerte a ti.
    Mamá

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  3. Es tan cierto esto, como trabajo nos cuesta desprendernos de "nuestra maleta".

    Y eso que es la causa de que muchas veces no podamos seguir el camino; seguramente renovar su contenido de vez en cuando nos ayudaría.

    Muy bueno.

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