sábado, 31 de marzo de 2018

La tejedora de historias: El lince pardo de Nanse.



 Vivía una tejedora 
dedicada a su pasión: 
tejía días y horas 
sin descanso o dilación. 
Cada retal era una historia, 
cada hilo una canción 
que unía sin demora 
las tramas de la acción. 
Todas aquellas historias 
salían de su corazón; 
y le preguntaba, observadora, 
su hija con emoción: 
- ¿Qué cuento, qué memoria 
tejes madre en esta ocasión? 
- "El lince pardo de Nanse" toca ahora, 
escucha con atención.


Érase una vez, una historia de amor fraternal.
Érase una vez, una historia de una ídolo y su admiradora.
Érase una vez, una historia de un trágico accidente.
Érase una vez, una historia de una mágica protectora.
Érase una vez, una historia de valientes agentes.
Érase una vez, una historia de una niña soñadora.
Érase una vez, una historia de un espíritu indomable.
Érase una vez Amina y Ariel. Y esta es su historia.
Eran ellas dos jóvenes valientes de nueve y diecinueve años, con toda una vida por delante. No habían crecido juntas buena parte de su vida, pues Amina ya había partido para entrenar junto a su maestro en el arte de la lucha cuando Ariel entonó su primer llanto. Pero esto no las libró de formar un poderoso lazo que unía sus corazones en un amor fraternal y una camaradería como las que solo dos grandes mujeres podían llegar a sentir, en aquellos tiempos de antaño.
Amina protegía y guiaba a Ariel y Ariel idolatraba a Amina por encima de todas las cosas.
Era por esto que las jóvenes se esforzaron en pasar juntas todo el tiempo que sus estudios y diferencia de edades les permitían, visitándose y pasando todos sus permisos y descansos en compañía.
Llegó el día en que la joven Ariel debía partir para unirse a su ágil y fuerte hermana, quien ya casi había completado su formación, y ambas decidieron celebrarlo con una pequeña excursión de aventura. Irían a los Montes Satélite, que por entonces tenían otro nombre más antiguo, a practicar escalada en las paredes rocosas del cañón en el que brotan las primeras aguas del río que hoy llamamos Laika.
El día era templado, como todos los días de la región. La vegetación azulada se adhería como podía a las paredes de la roca absorbiendo la humedad y su frescor, creando caminos verticales aleatorios, enmarcados por sus florecillas rojas. El eco canturreaba con los susurros de las primeras aguas sin un atisbo de viento que le acompañase en el fondo del valle. Parecía la ocasión perfecta.
Las dos mujeres sacaron sus herramientas y comenzaron a escalar la montaña con calma pero sin pausa, querían alcanzar la cima a tiempo de la hora de la comida y disfrutar charlando de la luz de Pronto hasta el atardecer, hacía demasiado tiempo que no tenían la oportunidad de pasar un día entero juntas y, mucho menos, con semejante paisaje a su alrededor.
Pero, al parecer, el destino no estaba muy de acuerdo con la paz que buscaban y les tenía otro camino reservado. Cuando apenas habían llegado a la mitad del recorrido, la pequeña Ariel resvaló, perdió altura y estuvo a punto de estrellarse contra un saliente que de seguro le habría roto una pierna como mínimo. Por suerte, los reflejos entrenados de su hermana le hicieron impulsarse rápidamente en su dirección y alcanzarla a tiempo. Ambas se miraron y respiraron aliviadas, temblando por la adrenalina y conscientes de lo cerca que habían estado del desastre.
Pero, por desgracia, aquello no supuso el fin del peligro, pues la misma maniobra que permitió a Ariel recuperar el equilibrio, desestabilizó el de Amina con una prontitud ante la que ninguna de las dos fue capaz de reaccionar a tiempo. Antes de ser conscientes siquiera de lo que estaba pasando, los ojos de Amina se clavaron con un grito silencioso en los de su hermana mientras esta era obligada a observar cómo caía al vacío y cómo su cuerpo desaparecía en el fondo del valle.
Ariel nunca recordaría cómo logró llegar a la cima.
Tampoco a través de qué camino logró llegar a casa.
Lo único que su mente sería capaz de retener de aquella tarde fue cómo un animal que durante décadas había reuhído el contacto erlino y que se creía extinto había aparecido a su lado y había tirado de su ropa hasta obligarla a ponerse en pie y seguirla hasta la cercana aldea de Nanse, permaneciendo a su lado hasta que un grupo de adultos se hizo cargo de ella.
Nunca nadie fue capaz de recuperar el cuerpo de Amina, por más que lo buscaron. Nunca nadie pudo explicar qué había pasado exactamente aquella tarde ni cómo una joven agente tan prometedora había hallado tan horrible final.
Nunca nadie fue capaz de entender cómo aquel animal se había encariñado y guiado a una niña, cómo se había mantenido cerca y cómo había vuelto a ella tiempo después, negándose a apartarse de su lado nunca más. Y Ariel había aceptado en su vida a aquella lince cuya mirada la seguía a todas partes, aquella lince de pelo pardo como el de su hermana, aquella lince que se aseguraba de mantenerla a salvo, acompañarla en todas sus misiones y que acabó salvándole la vida más de una vez. Igual que aquella primera vez.
Y fue así como la lince Amina se convirtió en un símbolo; en el símbolo de los agentes caídos, en el símbolo de los agentes de servicio y en el de todos los agentes erlinos en general. Se convirtió en el Ojo Avizor que nos protege y en la lealtad entre compañeras y hermanas que se quieren y se protegen más allá de la muerte.

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