Te envidio. Te envidio sin
envidia si te miro. Te miro sin mirarte si te siento. Te siento sin sentirte si
te olvido. Cuán complicado y cruel pensamiento; cuán arduo y duro el camino que
he de seguir al momento, que he de quitarle al destino para cambiar el final de
este cuento.
¿Quién te dio, viajero, permiso
para colarte en el núcleo de mi sueño, robarme, convertirte en mi dueño, nublar
para siempre mis sentidos? Debería odiarte y no puedo; debería alejarme y me resisto;
y, sin querer morirme, me muero. Estás derrumbando mi mundo
entero y aún así finges no haberme visto, pretendes sin cesar que no existo,
que mis ojos no te siguen hambrientos, que mis manos no se aferran a tu abrigo,
que mi voz es un susurro en el viento. Tus crueles ojos de acero apuñalan como
dagas los míos, cuando me miras y te miro, cuando me apartas si te encuentro,
me rechazas y me minas, me quemas por dentro, en un abrazo eterno que, sin comenzar,
nunca termina.
Sigues sin cesar, viajero,
caminando hacia el infinito, sin conocer lo que es el anhelo, la nostalgia, el
miedo, el vacío,... Rompiendo corazones sinceros, dejando a tu paso un hastío,
un mal sabor de sueños baldíos, pedazos de ilusiones por los suelos, una
sombra, un espejismo, un reflejo, un susurro, una súplica, un aullido, el
brillo de unos ojos de hielo que queman más que el mismo fuego aún en el invierno más
frío.